Se presenta tras una cremosa y marrón espuma. Aunque abundante, su persistencia es muy baja, tanto que en un par de parpadeos se transforma en pequeñas manchas que resbalan por las paredes del vaso. El escaso indicio de carbónico que apreciamos es un puñado de grandes burbujas. Por el ribete clarea pero por el tronco es puro cobre, intenso y turbio reflejo de no haber sido ni filtrada ni pasteurizada.
Fruto de las maltas empleadas y del grano molido por el propio artesano, entre sus aromas primarios reina el caramelo. Detrás, hay aromas a pan. Vienen de los etilos que generó la levadura y la segunda fermentación en botella aún los hizo más notorios. Lastima no poder preguntarlos si fueron ellos los que hicieron desaparecer la espuma.
Concentrándonos detectamos el ligero frescor floral que aportó el lúpulo, pero sin esfuerzo distinguimos las notas a tabaco de pipa, especias y regaliz negro que la hacen más compleja y atractiva. Incluso con el vaso vacío la levadura continua pregonando alguno de sus principales atributos artesanales.
En la boca me gusta su redonda estructura, no tanto su cuerpo, que resulta algo ligero y acuoso. El mismo lúpulo que apenas intuíamos, es ahora nítido amargor a ambos lados de la boca y es la antesala a un mayor y más prolongado dulzor malteado, en que abundan el café torrefacto, el pan tostado y el chocolate pero donde también hay humo de tabaco y notas de ceniza.
He leído que los numantinos se entregaron a la lucha contra los romanos «tras ingerir grandes cantidades de jugo de trigo popularmente llamado Caelia», os aseguro que la Caelia que yo caté provoca sensaciones mucho más placenteras y relajantes.
© Fernando Terán
Catador de cervezas
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